NO SÉ CÓMO TE ATREVES

   No me gustan los centros comerciales.  Es más: tiendo a abominarlos.  Así y todo, hace tiempo encontré una poderosa razón para sumarme al peregrinaje de conciudadanos que un finde tras otro acude a estos complejos cada vez más amplios y homogéneos.  Para mí un centro comercial no deja de ser una cáscara hueca, una meca de baja resolución diseñada para el disfrute de unos fieles entregados al consumo desaforado.  En la algarabía de un centro comercial despuntan los lamentos desconsolados de niños protestones, al tiempo que se oyen las discusiones de jóvenes parejas, atropelladas por sus propias ansias de gastar.  Curiosamente esta feria de las vanidades, decía, me sirve a mí también de excusa para sumarme al peregrinaje, no tanto atraído por el centro en sí, sino por su entorno, esto es, inmensas explanadas que todo visitante ha de cruzar, como un impuesto vía crucis, antes de dejarse mimar por la calefacción y la promesa de rebajas permanentes.

   Así como las afueras de una ciudad nos hablan de la era que nos ha tocado vivir, las afueras de un centro comercial evidencian nuestra sempiterna búsqueda de nuevos territorios, y traen consigo el malestar que siente uno cuando ya anochece, el viento arrecia, la gente se apresura a meter sus compras en el maletero y sale pitando de allí, como para no ser testigo de ese ocaso de la alegría efímera, pensando tal vez que el último en huir será absorbido por ese entorno deprimente.  Es un perfil feo, uno más, de un Capitalismo que nos empuja a las afueras de las ciudades, muchas veces atravesando barrios marginales, proyectos urbanísticos a medio cocer.  No darse cuenta de esto es propio de encefalogramas planos.

   Esas explanadas interminables son un lugar de tránsito, y como tal contienen su particular sentido del tiempo y el espacio.  El pasado mes de agosto, en uno de esos largos atardeceres veraniegos, cruzaba las inmediaciones de un popular centro comercial de Zaragoza, llamado Puerto Venecia –algunos lo conocen ¿verdad?-, de magnitudes bíblicas y formas refinadas, una versión más amable de lo que venía siendo un mall ibérico al uso.  Pues bien, en ese corto trayecto, desde los primeros locales a la parada del autobús, el atardecer ya de por sí letárgico se transformó en una letanía de hechos encadenados que dilataron mi perspectiva del tiempo, como si efectivamente la tarde hubiera quedado suspendida en el ambiente y se negara a volver a su ser frenético.

   El devenir de los acontecimientos, algunos de ellos ya borrados de mi memoria, venía a comenzar con un famoso jugador de baloncesto, rubio neerlandés y con una altura que hace honor a su puesto en la cancha, que andaba hacia el paseo comercial acompañado de su pareja, rubia ella también.  Hasta la parada del bus, y ya dentro de esa dimensión transitoria que el lugar confería a los allí presentes, yo no hacía sino repasar mentalmente las tribulaciones que aún hoy, pero entonces más que nunca, me torturaban irremisiblemente.

   Después de un rato interminable llegué a la parada del C4.  Un hombre joven, fondón, permanecía inmóvil apoyado en la papelera, también absorto en sus tormentos particulares.  Fue entonces cuando un coche se detuvo ante él, invadiendo el carril reservado para taxi y bus, y su conductor miró a nuestro hombre joven, quien levemente giró la cabeza a los lados, como negándose a mantener una conversación.  Ante la insistencia del conductor, que accionó el elevalunas eléctrico, nuestro hombre accedió a aproximarse, apoyándose en la puerta del acompañante pero no por ello aceptando explicación alguna ni tampoco dándola.  La situación se cargó de tensión cuando el autobús llegó por detrás y esperó, pacientemente, a que concluyera la escena que acontecía ante sí, como con temor a que un pitido o acelerón terminara por cortar esa tensión afilada.  El tipo fondón, finalmente, volvió a apoyarse en la papelera, mientras su amigo, socio, amante, conocido en general, le mantenía la mirada desde dentro del coche, inquebrantable en su actitud.  Entonces sí que el tiempo se detuvo.  Los escasos segundos que el conductor se quedó parado, sin atender a la presencia del autobús, tuvieron algo de eternidad.  Una vez el conductor había metido primera para seguir su curso, evidentemente insatisfecho y abatido, y tras doblar la esquina, el hombre apoyado en la papelera golpeó esta con un sonoro puñetazo, para descargo de una tensión que ya apenas si soportaba.  Mientras yo me disponía a subir al autobús miré hacia atrás y le vi ante la parada, como esperando otra línea, o tal vez penando sin más.  En el bus me senté frente a una belleza rubia, o pelirroja, ya no lo recuerdo, sólo sé que la visión de ese episodio, que a mi entender tenía más de romántico que de drama laboral, fue capaz de desplazar a un segundo término mis graves atribulaciones hasta mi regreso a casa.

   Si los personajes del acto, esa suerte de dúo Pimpinela, me hubieran pedido confeccionarles banda sonora para su infructífero encuentro, sin duda habría optado por la canción que precisamente más escuchaba aquellos días junto con ‘Don’t Swallow the Cap’ de The National.  Me refiero a ‘No sé cómo te atreves’, al alimón entre Los Planetas y La Bien Querida, en cuya letra se desata la sinceridad más descarnada, la más virulenta e hiriente.  A la altura de la canción está su videoclip, que empieza con una pareja que en la noche baila a la luz de los faros de un Mustang, hermosa manera de despedirse ante la tragedia que está por suceder, que se palpa en el éter.  Esa historia, ocurrida en un paraje desértico, casi tan inhóspito como las afueras de un centro comercial, se asemeja en su desgarro a la de nuestros dos hombres y a mi larvado sufrimiento de esos días aciagos.

   No voy a ocultar que esta retahíla de hechos mal conectados tienen para mí un significado especial en tanto que transcurrieron en un momento de mi vida muy delicado, y por haber sido además una de las últimas historias que le conté a mi madre, tal vez la penúltima solo por detrás del apabullante éxito que estaba teniendo ‘Applause’ en Internet, por aquel entonces flamante nuevo single de Lady Gaga.

   Cuando todo esto sucedió, hace ya unos meses, podía pensar que la banda sonora de The National y Los Planetas con La Bien Querida respondía a algo transitorio y que por tanto terminaría por ceder su sitio a otras canciones y otras tribulaciones, pero nada más lejos que la realidad.  Si bien la carcoma ha hecho de las suyas con esos hechos, lo cierto es que estos, tamizados por una memoria que en mi caso es negativa y revanchista, todavía hoy me asaltan a cada paso que doy, con la definición de un archivo GIF, una sucesión de movimientos reconocibles que así encadenados contienen un significado mayor que la suma de las partes.  Y comoquiera que los consabidos pensamientos se han arremolinado en mi memoria, reapareciendo intermitentemente en los últimos meses, ahora resurgen con más fuerza que nunca y me roban la palabra.  Porque son esos personajes y su música de hilo de fondo la argamasa que sostiene mi tormento, tormento este que visto desde fuera cualquier profano podría definir como falta de motivación, pesada como una losa.

   Falta de motivación.  Los regímenes dictatoriales llaman continuamente a levantar el ánimo nacional para superar los estragos de una guerra, para olvidar a los caídos del bando contrario, a los desaparecidos, para burlar el hambre y el frío.  Así los profesores hacen lo propio.  “A clase hay que venir animados…”, suelen espetar a sus alumnos durante los primeros días de curso, como si el ánimo residiera en una glándula que pudiéramos palpar con los dedos para activarla a placer, y si no lo hacemos es porque somos unos apáticos que nos presentamos en clase con caras largas solo por joder.

   No está bien vista la tristeza.  La alegría, igual que la belleza, está sobrevalorada.  Esta sociedad nuestra parece gobernada por la alegría porque son ellos, los alegres, quienes ocupan la calle.  La tristeza es más una cosa de siniestros, de ideologías izquierdistas, de zurdos… en fin, de gente rara en general, de la que conviene distanciarse como de la peste, no vayan a pegarnos un mal, el de la falta de motivación, que si ellos lo sufren y nosotros no es porque así lo han querido.  Si diseccionamos el discurso de superación que muchas veces acompaña al de las víctimas de cáncer, por poner un ejemplo así al azar, y cometemos el grave error de extrapolarlo a otros casos oncológicos, corremos el riesgo de deducir que aquí se salva el que tenga más ganas de vivir.  Porque somos los amos de nuestro propio destino y armados con nuestra motivación podemos desde montar una multinacional hasta vencer cualquier tumor maligno.

   En esta época de crisis ocurre algo curioso.  Los medios de comunicación han democratizado el pesimismo, convertido nuestra sociedad en un compendio de frustraciones mal enfocadas.  Al mismo tiempo nos cuentan una y mil veces la historia de Gates, Jobs y el garaje, como tratando de convencernos de que el futuro es para el que se lo quiera comer a bocados grandes.  Tratando de salir airosos de semejante confusión no hacemos sino repetirnos cual mantra frases como “de esta se sale”, o “todo tiene solución”, olvidando en último término rebatir dichas afirmaciones con una respuesta que dé una dimensión ecuánime a los problemas que nos afligen: “Todo, salvo la muerte”.  Ahora que mi madre ha muerto, que me he descubierto capaz de paralizar el pulso de mi escritura durante meses y que he perdido hasta las ganas de comer, soy más consciente que nunca de que cualquier discurso optimista, por convincente que sea, ha de contener una postilla, a saber, que todos, hasta el más happypower, estamos condicionados por las circunstancias.

   Condicionados por las circunstancias, señores, y esta es una puerta a una particular concepción de nuestras vidas no carente de bondades y peligros.

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Una respuesta a NO SÉ CÓMO TE ATREVES

  1. Pues, debido a la longitud, y a mi poco tiempo de poder estar quieto frente a mi pc, me tomé la tarea leer fragmentos muy bien escritos y que llevan en sí una profundidad intensa. Este texto, lo leeré mañana. Pero a primera vista parece muy buena reflexión.

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