DROGAS DURAS III: KATE MOSS (LA IMAGEN)

Cuestión de sinestesia

Llevo días escuchando una y otra vez ‘Down from Dover’ de Lee Hazlewood y Nancy Sinatra.  Mejor que la original de Dolly Parton, incluso que la versión cantada por Mariane Faithfull hace unos pocos años, el ‘Down from Dover’ que conocí en primer término es más dramática, más joven embarazada abandonada a su suerte por el padre de la criatura, la cual nace sin vida revelando que el amado jamás regresará de Dover.  Faithfull y el irrepetible dúo Hazlewood-Sinatra me traen recuerdos parecidos, recuerdos de un invierno en Madrid, muerto de frío y de asco, empantanado entre trabajos de la facultad, viernes por la noche en casa y soledad, mucha soledad.  Soledad amenizada por mi desbordante imaginario.  A fuerza de prensa musical, páginas web de fotorreporteros y el poder del remordimiento ese imaginario está acabando conmigo.  Me está consumiendo por dentro, lo estoy viendo, recuerdos agarrados a las tripas como la flora intestinal.  Me sacaría los ojos de las cuencas y aún seguiría viendo, toda una vida de ver lo que no se quiere, como parece ocurrirle a la hija de Frank Sinatra al borde del llanto mientras canta “I know it can’t be so, it can’t be over…”.

Mariane Faithfull en la portada de su disco de versiones, con la mirada en alto y la sonrisa complaciente, me recuerda a una Laetitia Casta que con brazos arqueados, envolviendo su cabeza, mira desafiante desde la portada de una revista universitaria, una de tantas.  A partir de hoy, Laetitia Casta me recordará a este post, de igual forma que me recuerda a Portastatic.  Y Portastatic son Hot Chip y a Hot Chip los vi en directo hace dos años, en Murcia, donde también vi por primera vez a Crystal Castles.  Crystal Castles me trae a la memoria mi tiempo en la televisión pública expañola, porque aquel verano descubrí al dúo de Toronto, mientras pensaba en los juegos del azar que sobrevuelan las historias de Paul Auster.  Hay documentos informáticos que hablan de ello.  Hay formas de documentar mi fijación por ciertos escritores, músicos, fotógrafos y top-models que tiempo ha me tomaron como rehén, porque soy esclavo de mis referencias culturales, y contra ellas no hay nada que hacer.  Isobel Campbell vacía botellas de alcohol a dos manos sobre el lavabo.  El lavabo de mi minipiso madrileño, planta octava, con vistas a los rascacielos del paseo de la Castellana.  ‘Point de vue du Gras’, la primera fotografía de la historia, obra del francés Joseph Nicéphore Niépce, quien inexplicablemente me recuerda al instituto.  Más en particular, me trae el recuerdo del cielo azul visto a través de la ventana, en mi clase de tercero de secundaria, cuando el profesor de física se dispone a comenzar la lección.  Los recuerdos del instituto me dejan una sensación agridulce, ergo Niépce da mal rollo.  El dance de los años dos mil también me recuerda a mi minipiso madrileño, y éste, a mis aspiraciones ascéticas en medio de la naturaleza, a lo Henry David Thoreau tal como lo descubrí en un viejo número de la National Geographic.  Thoreau es pensamiento y cultura domesticada por lo hipster, como Campbell y la Generación Nocilla.  Últimamente, la Generación Nocilla me recuerda a Laetitia Casta.  O hago algo para ponerle remedio, o será así por siempre jamás.  Laetitia Casta recorriendo sinuosas calles sicilianas, o calabresas, en un anuncio de Dolce & Gabanna.  Me encanta.  Antes que Laetitia Casta, cuando Fenrisolo apenas levantaba un palmo del suelo, Claudia Schiffer ya era portada en las revistas.  ‘Who’s gonna’ ride your wild horses’ de U2 sonaba en un anuncio sobre seguros o algo por el estilo, algún producto destinado a familias unidas y felices.  Lo recuerdo como si fuera ayer.  Años después, ya de adolescente, redescubrí esa canción cuando daba buena cuenta del repertorio de los irlandeses.  Cada diez años esa canción me corta la respiración.  Hoy, además, me recordará a Laetitia Casta.

Cuando las memorias rebasen mi capacidad retentiva, como quien completa un círculo, mi historial psiquiátrico pasará a contarse por cortocircuitos.  En serio.  No es poka coña.

Kate Moss

O la imagen.  No la imagen personal, aunque también daría para un capítulo de Drogas Duras.  No la peluquería, el maquillaje, y la p-u-t-a gorra de los Yankees que tarde o temprano todos acabamos paseando, en diciembre, a las mil de la noche y bajo un aguacero.  No hablo de eso; hablo de Kate Moss.

Al principio fue Kate Moss, que entre unas cosas y otras siempre ha estado ahí.  Más adelante llegó Lana del Rey, y después Laetitia Casta por un corto periodo de tiempo.  Lana del Rey tomó el relevo, para en última instancia ser reemplazada por Kate Moss.  Llegará el día en que me levante de la cama, pase el día contemplando a Kate Moss en las marquesinas y me acueste con toda la naturalidad del mundo.  Al día siguiente igual, y al otro, lo mismo.  Hasta tal extremo me habré insensibilizado.

Últimamente me entretengo haciendo fotos de Kate Moss, no a Kate Moss, adviértase el matiz.  Kate Moss no posa para mí, ella solo se mantiene hierática en las paradas de autobús, lanzando su mirada de gata resabiada -no incisiva, no la mirada Lana del Rey- hacia todas las direcciones, como la Mona Lisa contemporánea que es.  Lana del Rey, Kate Moss, Laetitia Casta por 9’95, Kate Moss.  Llegará el día en que sea inmune.

Ese día ha llegado. Kate Moss marquesina parada autobús mapa zaragoza Mango anuncio campaña _DSC6011

Las relaciones interpersonales en las grandes ciudades se distinguen por una marcada preponderancia de la actividad del ojo por encima de la actividad de la oreja.  La razón principal de esto son los medios de transporte públicos.  Antes de la aparición de los autobuses, los ferrocarriles y los tranvías en el siglo XIX, la gente nunca había estado en la situación de tener que mirarse los unos a los otros durante largos minutos o incluso horas sin hablarse.  

Georg Simmel.

No sé, llamadme rebuscado, pero en ese hábito de presenciar el gobierno de la imagen observo una explicación importante a la realidad de nuestro tiempo.  Cuando voy al instituto por las mañanas, cuando hojeo la revista de la aerolínea mientras vuelo a algún lugar de Europa, o en mis frecuentes episodios de insomnio.

Desde que Isobel Campbell vaciaba botellas de alcohol a dos manos sobre el lavabo, entonces lo supe, que no tendría escapatoria, que estoy condenado a vivir rodeado de imágenes a no ser que decida dejarlo todo atrás para instalarme definitivamente en el agro, aislado en una cabaña de madera en mitad del bosque.  Las imágenes me tiranizan e intento matar mi hambre con hambre con resultados deplorables.  La imagen es la nueva fe, y sus caminos son inescrutables.  Un virus que albergamos dentro y para el que no existe cura.  Jesús hace una barbacoa, Sergio Algora muere en cama, la entrada a los antiguos cines Mola se convierte en un photocall improvisado.  La imagen nos da calor.  El alumbrado público, con el horrible tono anaranjado del tungsteno, aporta calidez en un escenario urbano en el que Kate Moss y las empresas del imperio son los amos, empecinados en restarle valor al viento para que así salgamos todos a comprar en masa.

La imagen es una droga mucho más sofisticada que el café y el alcohol, y en suma da mil vueltas a cualquier droga de sustancia que en décadas anteriores asolara las calles.  En los ochenta fue la heroína lo que diezmó a una heterogénea multitud en la que niños pijos y vecinos del barrio del perro muerto se pasaban la jeringuilla, dejándoles con apenas un hálito de aliento para continuar vivos, a veces ni eso.  Hoy la droga es otra.  Creedme, la imagen lo es, porque sin ella no pocos de mis conciudadanos perderían el norte, y se descubrirían en medio de una ciudad gris incapaz de saciar sus necesidades.  Una vez cunde la adicción, la Kate Moss de las marquesinas publicitarias cumple una función social, la de evitar que despertemos rogando a Dios salir de esta atmósfera.  Somos los empresarios enganchados a las putas y la farla que cuando sienten el aliento de un juez en la nuca se descerrajan un disparo entre sien y sien, ellos que lo habían tenido todo.  Seres perdidos, derrotados por la abundancia que les rodea.  Víctimas del tiempo de excesos que nos ha tocado vivir, definido por el vergonzante hecho de que en nuestras sociedades occidentales el sobrepeso se extienda cual pandemia, mientras en otros territorios hay pueblos enteros agonizando de pura hambruna.  Luego Mario Testino saca un tocho de fotos por 40 pavos y lo compramos gustosamente.  En la portada, Lady Gaga, Kate Moss, mañana Dios dirá.  Mario Testino y sus secuaces gobiernan este mundo.

Memoria fotográfica

La imagen es nuestra memoria, la fragmenta y manipula a placer.  Soy incapaz de anular mis pensamientos obsesivos, la terrible fuerza del remordimiento que me arrastra a las compulsiones de mi cuerpo, arrepintiéndome de lo que yo hice mal, de lo que los demás hicieron mal.  Mi mente es una puta sesión de videojockey, con vómitos, llantos, subidas de tono, discusiones familiares, suspensos en la universidad, fracasos sentimentales… todo intercalado con foto-fija de Kate Moss.  Kate Moss poniéndose hasta arriba de farla junto a Pete Doherty en el estudio de grabación.  El protagonista tonto de Una Chica Explosiva mencionando a Kate Moss cuando su amigo listo le pide el nombre de una top-model.  Kate Moss, morena y pálida, en una vieja foto de Calvin Klein.

El rostro que vemos en las marquesinas publicitarias no corresponde a Kate Moss.  Kate Moss es distinta, la mujer que ella contempla en el espejo todas las mañanas nos resultaría irreconocible.  Kate Moss tal cual la conocemos, o tal cual no la conocemos, según se mire, no es más que un pequeño retal de esa inmensa tramoya que hemos venido a llamar imaginario colectivo.  Es el rostro amable de ojos almendrados que nos da calor, como la primera figura reconocible en la obra abstracta de un prodigio artístico con autismo. Kate Moss marquesina circular centro Zaragoza anuncio campaña Mango paseo Independencia_DSC6002

Porque fabricamos y destruimos de acuerdo con una estrategia de lo atractivo que lo inunda todo.  El gusto por lo bello, el desprecio a lo feo, en una espiral que no tiene fin.  Los principios del Islam propugnan la construcción de mezquitas para disfrute visual de una deidad, un ente superior que debe recrearse en la observación de la obra del hombre.  En nuestra sociedad, el único disfrute que se tiene en consideración es el del ciudadano de a pie.  En su nombre asfaltamos las afueras de las ciudades y domesticamos la naturaleza.  Queremos hacer las cosas bien, pero ese no es el objetivo número uno.  Antes, preferimos pintar un decorado de cartón-piedra, y cuando éste se cae, de igual forma que los mitos mueren por sobredosis en el baño, dirigimos la mirada a otro lugar más agradable.  El rictus de Kate Moss nos basta, porque no encontramos valor para asomarnos a lo que hay detrás.  Hay que joderse.

Cuesta creer que ese imaginario colectivo tan manipulado al gusto del consumidor no deje de ser, en esencia, un reflejo electromagnético de la realidad, es decir, fotografía, o al menos de esa rompedora idea nació ese noble arte en un mundo en el que la imagen no era otra cosa que pintura, la realidad en manos del artista.  No nos importa qué potencial tenga la fotografía para retratar el mundo, eso da igual, eso nos lo saltamos y, precisamente a través de ella, dibujamos un mundo aparte para decorar este.

La fotografía es un arma de doble filo.  Contribuye, y de qué manera, a perpetrarnos en el tiempo, pero a la vez revela todas nuestras imperfecciones y remordimientos, todo aquello que en vano tratamos de extirparnos.  Por eso modelamos la fotografía para ponerla de nuestro lado.  No siempre fue así.

Fotografías de muertos

Hace cien años la gente tomaba fotos de sus muertos.  No es coña, los disponía de tal forma que parecieran estar vivos, aunque en ocasiones sus ojos cerrados revelaran su verdadero estado.  No eran pocas las veces que el resto de la familia posaba con el cadáver.  Si el difunto era un bebé, podría posar con su hermana mayor, o con su gemelo.  Si se trataba de un hombre elegante, lo mostraban hecho un pincel, y se las ingeniaban para que se mantuviera erguido en la silla del comedor.  Ipso facto el fotógrafo de turno convertía la tétrica escena en una impronta perdurable.  Las gentes de condición humilde pensaban entonces que ese nuevo invento conocido como fotografía serviría para preservar íntegramente la vida de sus seres queridos.  Esas mismas gentes, poco acostumbradas a convivir con la imagen impresa, entendían la fotografía más como un rastro material que como una mera representación.  Ese fue el uso que el lumpen dio a la fotografía cuando esta solo parecía destinada al disfrute de las clases pudientes.  Estas últimas habían pasado de contratar a pintores que les inmortalizaran con, digámoslo así, generosidad, a tomarse fotos de largas exposiciones en estudios primitivos, para luego someter la instantánea a ciertos procesos químicos que les otorgaran unos rostros más agradecidos.

Remontémonos dos mil años atrás.  Los romanos tenían por costumbre impresionar una máscara de cera a los difuntos.  El llamado Imago, y aquí se descubre el origen etimológico del término ‘imagen’, podía tener un gran valor social y legal según el estatus del fallecido.  En el caso del emperador, dicha máscara era incinerada en su entronización divina, ritual por el que se convertía en un nuevo dios.

Volvamos a nuestros días, a la era del Facebook mientras no aparezca otro entretenimiento más adictivo.  El Facebook constituye un paradigma de la obsesión que el hombre mantiene con su propia imagen.  Dotamos a una persona de los medios técnicos necesarios para tomar y divulgar fotos, le ponemos un coste cero y ya tenemos la red rebosante de imágenes intrascendentes.  En definitiva el uso que damos a Internet nos habla del valor que los seres humanos le damos a nuestro tiempo: diez por ciento utilidad, noventa por cien intrascendencia.  Hoy la gente accede más a redes sociales que a páginas pornográficas.  No se me ocurre ni una sola cosa capaz de superar al porno que un vicio aún más poderoso que el sexo.  El vicio de la comunicación, en este caso conducidos por un producto chabacano, falto de consideración estética alguna, como son las fotografías de Facebook en su amplia mayoría.  Parejo al avance de las redes sociales, y qué duda cabe que coadyuvado por esta circunstancia, Apple supera a la petrolera Exxon y se erige como el primer gigante de la bolsa mundial.  La tecnología escala posiciones aun en plena crisis, y esto solo se explica mediante, de nuevo, el poder de adicciones tan poderosas como el sexo, como el miedo al ostracismo social.

Porque vamos a ver, la manía de documentar gráficamente cada una de nuestras fiestas, encuentros sociales y ocurrencias de clase está fundamentada en ese ímpetu por exhibirse.  Debemos estar presentes tanto en el mundo real como en el virtual, y nuestra presencia debe ser lo suficientemente notoria como para catalizar la vanidad, o las ganas de echar un clavo, lo que sea.  No hay fronteras que valgan.  Está cerca el momento en que Facebook hable más de nosotros mismos que nuestro propio aspecto.  Una vez desprovistos de pudor alguno, los usuarios suben todas y cada una de sus fotos, sin edición previa.  Si disponen de cuatro fotos desenfocadas de un sujeto echando la pota, suben las cuatro.  Si cuentan con dos, una buena y otra mala, suben las dos.  Puesto que están desprovistos de todo pudor, están dispuestos a hacer de sus perfiles cibernéticos una mitad de ellos mismos.  A fin de cuentas, todas esas fotografías con ojos rojos y píxeles grandes como puños revelan la realidad en estado crudo.  Y en esa realidad, huelga decir, ya hay demasiada mierda como para ponerse a escarbar y encontrar algo decente, un tratamiento estético que parece relegado a la esfera del arte.

¿Por qué nos comportamos así?  Ni poka idea.  Yo no soy John Berger.  Solo sé que esta dinámica presenta rasgos de una droga, y de las chungas.

Droga 2.0

Voy al Centro de Historias de Zaragoza para ver una nueva exposición, ‘Para Bamila Josaunse’, calambur en el que los autores han insertado, entre otras frases, “un paisaje a la sombra”.  Fotografías, pinturas, proyecciones…  se trata de un amalgama de obras que apenas si encuentran un punto de unión entre sí.  Me sorprendo de ver un vídeo de los momentos previos a una boda.  Los novios posando con familiares y amigos en el interior del hogar.  En mudo, y con un aspecto de grabación casera.  No relata una historia; el vídeo es la historia por sí sola, una idea simple y poderosa, reiterada en el resto de piezas mostradas, que viene a desnudar al espectador ante el acto de la observación.

Porque esta extraña exposición, de vocación plenamente artística, pone de relieve el vicio de mirar.  Mirar por mirar, se entiende.   Como digo, es una pirueta artística, a través de una selección de autores entre los que destaca (aquí se me ve el plumero) el fotógrafo aragonés Jorge Fuembuena y su trabajo ‘The New Painting’, una bizarra colección de fotografías tomadas en cuevas iluminadas de manera artificial, con las que descubrimos la obsesión del hombre por edulcorar hasta los rincones más ocultos de la naturaleza.

La naturaleza, ya un escenario de cartón-piedra.  Que nada escape a la mano de pintura del hombre, siempre dispuesto a pintar (cuando no inventar de la nada) un paisaje agradable a nuestros ojos.  Estamos tan acostumbrados a ello que junto al hecho de mirar hemos desarrollado una adicción, una suerte de droga sofisticada y omnipresente, tecnificada y asequible, que no requiere de sustancia alguna.  Solo imagen.  Y sin ella nos sentimos solos, abocados a la depresión y la ansiedad.

Y con ella, a veces también nos sentimos solos.  Pertenezco a la categoría de los introvertidos sin remedio, esos que observamos con recelo el avance de esta cultura visual, la cultura del too much (demasiada tecnología, demasiada imagen), en la cual la fotografía está explotada en lo comercial.  Ninguneada en lo artístico, pero quizá ese sea su sitio, a saber, servir de puta para la maquinaria de lo banal y escaparse en contados instantes de lucidez.Kate Moss televisión La 1 televisión española vestido rojo tarde _DSC5472

Yo te perdono

La mirada es una herramienta extraordinaria para controlar nuestra interacción con el mundo.  Asimismo, nos aporta una información crucial sobre nuestros semejantes.  Los ojos de las personas extrovertidas, por ejemplo, nunca titubean.  Apuntan con seguridad, arrastran al resto del cuerpo para entrar en nuestra zona íntima, dejarnos rezumar su aroma y atender (o empezar a odiar) al sujeto ante nosotros.  Las relaciones interpersonales pueden resumirse en eso, en una red de miradas, algunas coincidentes en su trayectoria, otras perdidas como rayos de luz que no llegan a rebotar en ningún objeto y se pierden hacia arriba, llegando, a veces, hasta la estratosfera.  Catorce mil millones de líneas reunidas por pares, siete mil millones de miradas que se buscan y se evitan.  Dirigimos los ojos allí donde queremos, en total libertad, haciendo de ellos un instrumento esencial para relacionarnos con los demás.

La imagen publicitaria constituye un asalto en toda regla a esa libertad, puesto que sus miradas nos espetan con sus ansias por entrar en nuestra intimidad sin consentimiento.  Huelga decir que la ciudad moderna es el escenario idóneo para ese asalto sistematizado, en la medida en que concentra y conduce la población por cauces determinados y a sus márgenes, cuando no de frente, coloca un mensaje agresivo del que nuestros ojos apenas pueden zafarse.

Ahí está Kate Moss.Kate Moss anuncio revista _DSC5997

A mí me cuesta mantenerla ante cualquiera.  Pero a Kate, no.  Kate mantiene su mirada inalterable a través del truco de la fotografía.  A vosotros os vende trapitos, perfumes y gafas de sol, a mí me hace compañía.

Me siento solo, pero veo a Kate Moss en las marquesinas y ella, toda vez que ya he descubierto su truco, también me reconforta.

Me da igual que te dejaras engullir por ese mercadeo’ impostado.

Kate, yo te perdono.

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